jueves, 28 de febrero de 2008

La Triste y Cruda Historia de Popo, el Osito Dulce y Feliz

Autor: Juan Morales
Género: Fantasía, comedia, infantil.
Creado en: Febrero, 2008

En nuestros tiempos, hemos conocido un sinfín de monstruos y bestias terribles presentado por series, novelas, cómics, videojuegos y películas que tal vez nos hicieron temblar; pero todo esto se debe sólo a que nadie, por alguna curiosa razón, conoce la triste y cruda historia de Popo, el osito dulce y feliz. Estimado lector, si usted dispone de un ritmo cardiaco frágil o de una mente débil, favor de no continuar con este texto.

Era una mañana de abril, la pequeña Dulcinea Evarista jugaba con su oso de peluche preferido, uno pequeño y suave al cual nombró Popo (ojo: se llama Popo, no popó). La rubia niña podía pasar horas y horas tomada del osito, rara vez se les veía por separado… Dulcinea llevaba a Popo a tomar el desayuno, a pasear por el parque, a jugar en la arena e incluso a hacer un poco de “popo”; sus ojos azules eran sólo para su osito.

Todo parecía ser muy feliz, la niña no sabía lo que estaba por ocurrir. La familia se mudaba ese mismo día al otro extremo de la ciudad, iban a construir una planta nuclear cerca y entonces el papá decidió que sería bueno poner en venta la casa y cambiar de aires. Ya todo estaba listo, la mudanza se había llevado las pertenencias más grandes, así que la mamá de Dulcinea la tomó de la mano para salir para siempre de ahí. En un jalón inesperado, de la niña resbaló Popo; Dulcinea entró en llanto.

- ¡Popo! ¡Mamá! – Sollozaba la niña. – ¡Popo!

- Ya, ya. Aguántate un poco, te gustará el nuevo baño.

Popo había sido abandonado, los llantos de la pequeña Dulcinea no habían sido suficientes para su rescate. La casa permaneció deshabitada por años, cada día se llenaba más de mugre, y de uno que otro hippie vago. Solían dormir ahí, vestían a Popo, platicaban con él en los momentos más alegres y uno que otro le gritaba para que le regresara un dinero que nunca existió.

A los diez años, los hippies fueron desterrados de la casa ya que una secta satánica invadió el lugar. Los nuevos inquilinos, a menudo, le arrancaban la cabeza a Popo a mordidas; aunque siempre lo volvían a coser (para volver a cortársela). Un día, jugaron a la ouija; un espíritu maligno fue traído; los muchachos intentaron cortar comunicación con él, pero este se rehusaba, así que utilizaron a Popo para sellarlo ahí. Los satánicos empezaron a temerle a la casa por culpa de lo que había ocurrido, unos juraban que el osito cobraba vida de repente y bailaba solo. Poco a poco, la casa fue siendo deshabitada por ellos y los hippies volvían irregularmente.

Treinta años pasaron, Popo quedó cubierto en una espesa capa de polvo hasta que la casa fue derribada por la empresa de la planta nuclear (con uno que otro hippie dentro). El terreno se había convertido en un punto ilegal donde se guardaban residuos un tanto peligrosos. Un barril que contenía una sustancia verde, espesa y brillante cayó sobre Popo.

Lo siguiente que pasó fue un tanto extraño, el cuerpo del osito creció, tanto como unos 30 metros de altura. Sus ojos de botones negros cambiaron a un blanco seco, desarrolló un hocico con colmillos y un par de alitas de arcoíris que jamás lo harían volar dado a que también desarrolló una súper panza.

Popo y sus redondos ojitos se dirigían hacia el centro de la ciudad. Mucha gente ya se había dado cuenta de la colosal bestia, la mayoría estaban emocionados porque pensaban que era alguna atracción mecánica para desfile, el resto no parecía darle importancia. Las caras felices y despreocupadas abundaban, hasta que accidentalmente, Popo pisó a una niña prieta que comía un helado de chocolate. Los gritos estallaron por todas partes, mientras el osito decía torpemente: Hola amigus, jujuju.

La gente comenzó a tirarle rocas a Popo, sin importarles que estuviera diciendo que los amaba a todos, que quería nuevos amigos y que buscaba a una niña de nombre Dulcinea. Para ser sinceros, Popo no era una verdadera amenaza; era un oso delicado, llorón, pachoncito… toda una nena, incluso la niña que fue aplastada hacía rato se encontraba bien, no tenía ninguna herida a pesar de haber sido llevada a urgencias en una ambulancia mientras la gente gritaba que era el fin del mundo y que todo era por culpa del matrimonio gay.

Las televisiones en los escaparates de los comercios notificaban que el país se encontraba en estado de emergencia, la gente gritaba y saltaba de edificios en llamas… aunque Popo no había provocado nada de destrucción, sólo seguía buscando a Dulcinea. La fuerza aérea apareció por los aires, estaban dispuestos a destruir a Popo costara lo que costara, lanzaron múltiples misiles pero ninguno dio en el animal de felpa gigante; uno se estrelló contra una tienda de mangueras, otro con un puesto de calabacitas japonesas y un tercero en una tienda de escusados con MP3 integrado. Instantes después, un avión de la armada chocó contra una abeja, lo cual lo hizo explotar escandalosamente. El resto de la fuerza aérea dedujo que estos pequeños animalitos eran aliados del oso del apocalipsis y se retiraron velozmente.

Todo parecía indicar que era el fin para la humanidad, Popo se alzaba estúpidamente entre la aún más estúpida humanidad (la gente había empezado a comprar máscaras anti-gas, rosarios y McDesayunos al 2x1). Sin embargo, como si el mundo se hubiera paralizado, apareció… Dulcinea. La obesa mujer de unos 36 años vestía un camisón de caritas amarillas muy felices, lo cual contrastaba con su aplastada jeta de “quiero morirme”... aunque cuando Popo le dirigió la mirada directamente, se pintó una sonrisa horrible pero sincera en la cara de la mujer.

Era un reencuentro muy emotivo, parecía que la esperanza había vuelto a la vida de Doña Dulcinea, abrió los brazos para recibir a su perdido osito. Cientos de arcoíris adornaban la escena en que Popo se inclinaba lentamente para abrazar a su dueña, ya, ya casi, tan cerca del esperado abrazo y de repente… la cabeza mochada de Popo cae sobre la mujer. El muy imbécil no se dio cuenta de que había un cable eléctrico atravesado por donde se inclinaba y así, perdió la cabeza. Las bolitas de unicel adornaban la ciudad, flotaban dulcemente por el aire y la gente vitoreaba en señal de victoria, lo habían logrado, habían sobrevivido a la bestia más estúpida que pudiese existir.

Todos sonreían, todos gritaban emocionados… sin embargo, nadie se dio cuenta de que una abejita… se robó una bolita de unicel…